El baile de los ahorcados
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El baile de los ahorcados
El Cielo es un Infierno.
Arthur Rimbaud siempre fue deliciosamente descarado en sus poemas, particularmente en la presentación grotesca, casi humorística, de situaciones horrendas y aberrantes.
Con el poema de hoy seremos testigos de una curiosa escena, donde el humor y el horror bailan de la mano en una danza agotadora. Su lectura deja la sensación de haber presenciado un pesadilla, donde los límites entre el símbolo y la idea no están suficientemente definidos.
Los invito a que, como educados señores medievales, nos sentemos cómodamente ante el patíbulo, y que observemos con macabro placer el espectáculo que allí se desarrolla. El verdugo se hace presente; su rostro se oculta tras una máscara negra, sucia, manchada con toda la infamia de su profesión. Sobre el cadalso, llegan con aire lúgubre los tristes actores de esta obra; sus miradas están ausentes, volando lejos hacia sitios más felices.
Lentamente suben al escenario. El silencio se posa sobre la multitud que aguarda. La soga, vieja y gastada, se cierra sobre los cuellos. Alguien mira hacia el cielo, resignado.
Ya comienza el espectáculo. Sean testigos del Baile de los Ahorcados.
El Baile de los Ahorcados.
Arthur Rimbaud.
En la horca negra, amable manco,
bailan, bailan los paladines,
los descarnados actores del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
¡Monseñor Belcebú tira de la corbata
de sus títeres negros, que al cielo gesticulan,
y al darles en la frente un revés del zapato
les obliga a bailar ritmos olvidados!
Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos gráciles:
como un órgano negro, los pechos horadados ,
que antaño damiselas gentiles abrazaban,
se rozan y entrechocan, en espantoso amor.
¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la panza ,
trenzad vuestras cabriolas pues el escenario es amplio,
¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla!
¡Furioso, Belcebú rasga sus violines!
¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!
Todos se han despojado de su toga de piel:
lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la nieve ha puesto un gorro blanco.
El cuervo es la cimera de estas cabezas rotas;
cuelga un jirón de carne de su flaca barbilla:
parecen, cuando giran en sombrías refriegas,
rígidos paladines, con bardas de cartón.
¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de los huesos!
¡y la horca negra muge cual órgano de hierro!
y responden los lobos desde bosques morados:
rojo, en el horizonte, el cielo es un infierno...
Arthur Rimbaud siempre fue deliciosamente descarado en sus poemas, particularmente en la presentación grotesca, casi humorística, de situaciones horrendas y aberrantes.
Con el poema de hoy seremos testigos de una curiosa escena, donde el humor y el horror bailan de la mano en una danza agotadora. Su lectura deja la sensación de haber presenciado un pesadilla, donde los límites entre el símbolo y la idea no están suficientemente definidos.
Los invito a que, como educados señores medievales, nos sentemos cómodamente ante el patíbulo, y que observemos con macabro placer el espectáculo que allí se desarrolla. El verdugo se hace presente; su rostro se oculta tras una máscara negra, sucia, manchada con toda la infamia de su profesión. Sobre el cadalso, llegan con aire lúgubre los tristes actores de esta obra; sus miradas están ausentes, volando lejos hacia sitios más felices.
Lentamente suben al escenario. El silencio se posa sobre la multitud que aguarda. La soga, vieja y gastada, se cierra sobre los cuellos. Alguien mira hacia el cielo, resignado.
Ya comienza el espectáculo. Sean testigos del Baile de los Ahorcados.
El Baile de los Ahorcados.
Arthur Rimbaud.
En la horca negra, amable manco,
bailan, bailan los paladines,
los descarnados actores del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
¡Monseñor Belcebú tira de la corbata
de sus títeres negros, que al cielo gesticulan,
y al darles en la frente un revés del zapato
les obliga a bailar ritmos olvidados!
Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos gráciles:
como un órgano negro, los pechos horadados ,
que antaño damiselas gentiles abrazaban,
se rozan y entrechocan, en espantoso amor.
¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la panza ,
trenzad vuestras cabriolas pues el escenario es amplio,
¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla!
¡Furioso, Belcebú rasga sus violines!
¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!
Todos se han despojado de su toga de piel:
lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la nieve ha puesto un gorro blanco.
El cuervo es la cimera de estas cabezas rotas;
cuelga un jirón de carne de su flaca barbilla:
parecen, cuando giran en sombrías refriegas,
rígidos paladines, con bardas de cartón.
¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de los huesos!
¡y la horca negra muge cual órgano de hierro!
y responden los lobos desde bosques morados:
rojo, en el horizonte, el cielo es un infierno...
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